―In memóriam: En el segundo aniversario de la partida de Max―
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Un curioso atelier.
En la calle San Diego, a dos o tres cuadras de la Alameda, se encuentra el tradicional Teatro “Carlos Cariola”. Allí, en su último piso, vivió un artista iluminado a quién sus compatriotas y la posteridad aún no hacen justicia. Hablo de mi amigo Jorge Pérez Castillo, ilustrador de “Mampato”, dibujante de historietas, filósofo y soñador. Jorge era hijo de un ilustre actor del cine mudo, Jorge Pérez Berrocal, y hermano del famoso Arturo del Castillo.
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Desde el año 70 hasta 1984 el “Viejo” Pérez vivió en un pequeño altillo, de dos por tres y medio metros más o menos, que carecía de ventanas y estaba al fondo de un oscuro pasillo. El cuarto poseía por mobiliario dos sillones desvencijados, un pequeño escritorio, una lámpara y una biblioteca abarrotada de revistas, libros, diarios y un centenar de cachureos de la más diversa índole. Sus escasas ropas estaban ordenadas en un armario improvisado. En ese lugar vivió, amó, durmió y trabajó Jorge por más de catorce años. Cuando uno entraba en aquel Sancta Sanctórum, un olor a encierro, tabaco, sudor, calcetines sin lavar, le daba en las narices, pero a los cinco o seis minutos ya había pasado a ser parte del ecosistema y no era posible escapar, estaba atrapado en las redes de la conversación del “Viejo” Pérez.
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Al atardecer, como en Danza de Vampiros, aparecían las amigas de Jorge, como una corte de sacerdotisas de Lesbos. Las bellas cumplían una misión; eran como el telón de fondo, la decoración del videoclip en que él era el protagonista y anfitrión. Las chicas eran por lo general vedettes sin trabajo, almas sin rumbo que aparecían como fantasmas entre el humo del cigarrillo: la “Chica de los Ojos Tapatíos”, ya olvidé su nombre; Esmeralda, quien le daba el toque ambiguo a las sesiones; Marisol, la niña-mujer promiscua y con una vida marcada, y tantas otras: Yodalis, Mari, Pili, etc. No eran precisamente intelectuales, pero si bellas y dulces, contribuyendo a otorgar al ambiente un particular calor humano.
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Jorge Pérez Castillo es sin duda uno de los dibujantes míticos de la historia del cómic, tanto en Chile como en Argentina. En 1943 Jorge parte a Buenos Aires en viaje de bodas y se afinca en el país trasandino. Raúl Montarola, famoso ya por sus portadas del “Para Ti”, es su introductor en el medio gráfico. Pérez ingresa a la planta del Patoruzito, revista de culto en el mundo argentino. Allí dibuja “La conjuración de Venecia”, obra que le consolida como un maestro. Su estilo ha cambiado por esos años: de clásico a una impecable soltura y simplicidad en el trazo. Sin duda, un precursor de Pratt, que continúa su carrera en la Editorial La Columba.
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El “Viejo” Pérez es uno de los pocos dibujantes chilenos que figuran en la “Historia del Cómic”, de Jacques Toutain. También aparece en un maravilloso libro argentino, “El temperamento artístico a través de 150 artistas famosos”, donde figuran asimismo Harold Foster y Álex Raymond. En Chile el artista es más conocido por su trabajo de ilustrador de Mampato donde grafica novelas de los escritores Alejandro Dumas y Julio Verne, y obras como “El lazarillo de Tormes”, “El mundo perdido” y muchas otras. En 1984 incursiona también con una tira sobre los mapuches en el diario La Segunda.
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El juicio a la mosca.
Una vez que pasé a visitarle me lo encontré contemplando el techo en su pose favorita; una mano en la barbilla y la otra sujetando el codo del brazo a la primera.
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―Una maldita mosca me ha jodido toda la tarde―, expresó. ―Estaba a punto de matarla cuando me pregunté: ¿Con qué derecho me autorizo a eliminarla?
―Una maldita mosca me ha jodido toda la tarde―, expresó. ―Estaba a punto de matarla cuando me pregunté: ¿Con qué derecho me autorizo a eliminarla?
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Lo que parecía una tontería se transformó en una brillante charla sobre el derecho a la vida, de todas las vidas, aún de la criatura más insignificante. Desde luego, tales reflexiones no provenían de una postura religiosa que ninguno de los dos compartía. Así, nos paseamos por el Derecho Romano, el juicio a Sócrates, y hasta el de Dreyfus. No recuerdo haber analizado jamás un tema tan a fondo de tal interés y brillo y todo, por una mísera mosca.
Lo que parecía una tontería se transformó en una brillante charla sobre el derecho a la vida, de todas las vidas, aún de la criatura más insignificante. Desde luego, tales reflexiones no provenían de una postura religiosa que ninguno de los dos compartía. Así, nos paseamos por el Derecho Romano, el juicio a Sócrates, y hasta el de Dreyfus. No recuerdo haber analizado jamás un tema tan a fondo de tal interés y brillo y todo, por una mísera mosca.
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Una víbora en el sillón.
Pérez dormía sobre dos sillones, uno puesto frente al otro. Al medio colocaba sobre el suelo, en el pequeño hueco restante, un anafe eléctrico, alimentado por un cable pelado que emergía de la muralla.
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Solía contar que una noche que se acostó, como siempre, alrededor de las dos o tres de la mañana, y sin poder dormir, se dio cuenta de pronto que desde el respaldo del viejo sillón, por una rotura de su tapiz, había emergido una pequeña serpiente, la que comenzó a mecerse como si siguiera la música de una flauta invisible. Aterrado, dudando de su cordura, Jorge, mientras se tapaba el rostro con la frazada, observó por más de una hora las evoluciones de la serpiente. A veces le parecía un flaquísimo dedo espectral que le llamaba, en otras un venenoso reptil trazando lentos e hipnóticos aros concéntricos. Él temía moverse y hasta respirar. Sólo al alba vino a darse cuenta que la tal serpiente era la cola de una rata que vivía como su inquilina en el relleno del viejo sofá.
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Una boda campesina en África.
Poco antes de regresar a Argentina Jorge había comenzado a pintar con muchas ganas. Trataba de reproducir las figuras fantásticas (hombres, castillos, animales...) que se vislumbraban en los muros de su cuarto en penumbras. Una tarde al llegar a su cubil me narró una curiosa historia.
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Al fondo de un pasillo oscuro, frente a su pieza, había un baño algo sucio, de murallas descascaradas por la humedad. La noche anterior entró al excusado, y al sentarse vio la mancha en la muralla. En su centro se estaba celebrando una boda africana. Mientras Jorge observaba con asombro, uno de los hechiceros lo vio y le invitó a unirse a la festividad. “Entonces entramos en un claro, en medio del poblado”, continuó el “Viejo”.
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Los guerreros de ébano blandían sus lanzas, danzando locamente. El novio, ataviado con sus bárbaras galas, hinchaba orgulloso su pecho. Desde su sitial el jefe de la tribu presidía dignamente, sonriendo bajo un amasijo de adornos de hueso y conchas marinas. El hechicero, mi anfitrión, hacía sus pases mágicos bailando en torno a la pareja de desposados, mientras agitaba un pequeño caldero que pendía de una cadena y en el cual ardían resinas y hojas perfumadas.
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La novia era una muchacha espectacular, y no podía ser de otro modo puesto que Jorge siempre estaba rodeado de bellas mujeres, incluso en sus alucinaciones. Me describió con precisión su boca, sus pechos, su manera de andar. Al final, quedé yo también con la impresión de haber asistido a la boda después de ver los dibujos que Pérez hizo para conmemorar el evento.
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Pagodas en la calle San Diego.
La revista Mampato había cerrado sus puertas, había muy poco trabajo en Chile y ninguna clase de seguridad o posibilidad de desarrollo bajo el “gobierno” de Pinochet. Jorge comenzó a madurar la idea de regresar a la Argentina. Antes de irse inició la construcción de una nueva biblioteca. Utilizaba como materia prima las cajas que los comerciantes ambulantes dejaban botadas en la calle. Las toscas construcciones se afinaban hacía el techo como templetes orientales, como pagodas en inverosímil equilibrio, generando extrañas perspectivas y asociaciones de ideas.
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En los muros Jorge había iniciado una espectacular red caminera edificada con cajas de fósforos, la que atravesaba de lado a lado la habitación. En el interior de aquellas cajas había diversos mensajes para sus amadas, las sacerdotisas de Lesbos. Una consigna campeaba perentoriamente en el sector central de la muralla: “¡Cuándo pueda me muero!”, de Joaquín Murieta.
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Un día Jorge ya no estaba. Su última joven compañera, con la cual concibió una hija, estaba barriendo la pieza vacía. En el suelo yacían cientos de sus dibujos. “Por favor, llévatelos”, me pidió. Yo recogí hasta el más humilde boceto. Nunca he creído que me pertenezcan. Son el patrimonio de éste, mi país querido, que siempre ha sido padrastro de sus talentos, y madre amorosa de la mediocridad.
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El “Viejo” Pérez se ha marchado en el mismo año que Igor y Hugo Pratt. Quizá llegó finalmente a ese lugar que él llamaba el “co-mundo”, la dimensión paralela a la que sólo se accedía atravesando las murallas del corazón. Tal vez Igor simultáneamente se ha internado en el mundo del Medioevo en busca de caballeros, duendecillos y hadas, mientras que el “Tano” Pratt navegaba en un prao con el Corto, rumbo a la Polinesia.
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De pronto desearía que los visionarios vivieran para siempre, que Jorge aún estuviera entre nosotros. Pero tarde o temprano el telón inexorablemente del Cariola baja al final. Las luces del escenario se han apagado y es hora de ir a casa. El soñador ha partido.
Santiago, Julio de 1998.
Santiago, Julio de 1998.
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(Leído y comentado en una reunión de SOCHIF de la época. Imágenes corresponden a dibujos de Jorge Pérez Castillo recopilados por Máximo Carvajal.)
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