1955, estoy ante la puerta de su casa, ¿por qué será que al llegar acá lo primero que hago es mirar a hora y enseguida tocar el timbre? A través de la mampara espero ver aparecer la figura sonriente de mi amigo. Sin embargo, viene a abrir Armando Larenas, otro de los integrantes ―más Pedro Frez― del equipo editorial de El Tábano. “Carlos debe estar en el computador”, concluyo. Pero Armando me dice que está en su dormitorio, pues no se ha sentido bien; “pasa, mientras yo termino de acomodar algo en la cocina”. Me dirijo a su pieza. Lo encuentro en pijamas, sentado al borde de la cama. Al sentir mis pasos levanta la vista y sonríe con su amabilidad y cordialidad de siempre: “¡Hola, socio! Me estaba acordando de ti”. “Hola, viejo ―le digo―. Discúlpame, quería llegar más temprano, pero la locomoción y sus tacos...” Nos estrechamos las manos. “Lo importante es que llegaste”, responde, señalándome la silla junto al mueble de la máquina de coser y sobre el cual está el televisor, que en esos momentos emite un programa donde bailan niñas ligeras de ropa. “¡Tanta pelotudez junta!”, exclama Carlos contemplando la pantala. Me vuelve a mirar sonriendo. Sólo entonces percibo en él algo así como una gran amargura, o un apabullante cansancio.
La mente es rápida, instantánea. “¿Cómo te sientes, Carlos?”, pregunto mientras le observo detenidamente, tratando de comprender aquello que no me calza. “¡Cómo las h...!”, contesta levantando nuevamente la voz. Reitero mi pregunta. Ahora habla como para sí, mirando hacia la ventana, tal vez encontrándose ya lejos de allí: “¡Puta, socio! He vivido una situación muy desagradable, algo que nunca pensé fuese posible...”. Me hace confidencias que días después comprendería que serían la últimas, y que guardaré con celo de sacerdote, por respeto a nuestra amistad.
Sus palabras son lentas, arrastradas, difíciles. Aunque intento convencerme de que sólo se encuentra agotado, o herido en su amor propio, poco a poco voy asumiendo que no está bien. Lo ayudo a acomodarse en la cama, sus ojos están semicerrados. Súbitamente sus manos se aferran a las mías e intenta hablarme; pero sus palabras son sonidos apenas audibles. Hay demasiada pena y desolación en su mirada.
Consulto a Armando y éste me dice que Carlos se ha sentido mal durante todo el día; “pero por suerte mañana tiene hora en el consultorio”. Para mí es claro que no podemos esperar, por lo que intentamos llamar a alguien de su familia. Entre sus papeles aparece el teléfono de su hijo Raúl: nadie contesta. En la guía hallamos el número de su hermano Ramiro. Se compromete a venir a la brevedad.
El tiempo transcurre lento. 2020; contra el dato señalado por el reloj, se me ocurre que han pasado horas desde que llegué acá. Con Armando nos damos un argumento tras otro, intentando superar una realidad que implacablemente se nos va imponiendo.
Llega Ramiro. Se llama una ambulancia, la que no tarda en aparecer frente a la casa. A los paramédicos les basta una mirada para determinar su traslado inmediato. Ayudo a subir la camilla al vehículo.
2315, la espera en la Posta Central se hace larga. Observo que Ramiro está inquieto. En mi interior las ideas chocan con las palabras y éstas no me salen. Llega su hermana Soledad. Al rato, Ramiro y ella son autorizados para ingresar a ver al convaleciente.
Mienras aguardo, sin poder evitarlo, la imagen sonriente de Carlos y su fuerte apretón de mano vienen una y otra vez a mi memoria. También recuerdo un sueño reciente. Pienso en las ideas y proyectos pendientes, en nuestros últimos diálogos, en sus confidencias...
Vuelve Ramiro y me dice que su hermano ya está mejor, que lograron estabilizar su condición. “Por esta noche quedará en observación, el alta la darían muy probablemente al día siguiente... Lo ví mejor, incluso me pidió que le llevara su celular.” Siento alivio, y me alegro sinceramente por mi amigo, quiero creer que todo va bien.
Son las 2340 cuando nos retiramos de la Posta Central. Sin saberlo, esa había sido la última ocasión en que vería con vida a mi entrañable y querido amigo.
Lo que vino después es bien sabido: su estado de salud se agravó inesperadamente, falleciendo a los diez días, en la madrugada del sábado 10 de febrero. Sus funerales se efectuaron al día siguiente, y fueron sencillos, como sencilla fue su vida. En ellos, como único orador despedí al más cercano amigo que tuve durante los últimos 19 años, tiempo suficiente para conocer al individuo, al compañero de partido, de lucha social, al artesano, al poeta, al escritor...
Hoy, cuando la tristeza se ha vuelto más soportable, es oportuno recordar que Carlos también fue un gran intelectual, y sobre todo un formidable maestro, que generosamente compartía sus conocimientos y sabiduría con todos, siempre con cordialidad y notable sentido pedagógico. Tenía la virtud de impulsar a cada uno para que encontrase dentro de sí mismo una veta oculta, e intentase sacarla a la luz.
Carlos Raúl Sepúlveda Contreras fue de aquellas personas que no todos tienen la suerte de encontrar en el largo peregrinar de la vida. Su multifacética vida deja una importante y rica herencia, no en bienes materiales, sino en valores, principios, ideales y, especialmente, en consecuencia. También, por supuesto, en erudición y amabilidad. Una herencia, pienso, que no es para ser guardada entre murallas o cajones, que no es para unos pocos, sino para ser continuada y compartida con todos los que construyen sueños y esperanzas en días mejores.
Su imagen sonriente, amable y afectuosa es la que siempre continuará acompañándonos, a mí y a todos los que le conocimos, hasta el momento del reencuentro definitivo.
Santiago, 16 de octubre de 2007.-