lunes, 29 de octubre de 2007

FRAGMENTOS DE PENSAMIENTOS ANTIGUOS
Por Edgar Unger Reuther

Me acuerdo aún de conversaciones con amigos mayores, que se volvían sabios al anochecer, junto a copas de vino y una parrilla semiapagada.

Yo era joven entonces y todavía escucho sus voces, pero sus cuerpos ya se han ido. Siempre solíamos conversar sobre la importancia del pensamiento humano y algunas veces terminábamos discutiendo sobre la naturaleza del Universo.


Una vez más voy a escribir sobre nuestras opiniones de entonces. Sin respetar el pensamiento previo a cualquiera acción racional, he escuchado afirmar a los matemáticos que su ciencia está por encima de todas las otras, pero en Sumer o fue en Babilonia, alguien dibujaba en la arena poniendo un número por cada uno de los dedos de los pies desnudos y entonces hizo algo extraño. Miró por largo tiempo el último signo, que era el diez, y luego lo borró, dejando un espacio en blanco y más tarde, después de muchas dudas, dibujó un nuevo signo, inventando así el cero.

Demócrito, siglos antes de Cristo, fue el padre de la idea atómica, y en aquella época tuvo que sufrir las palabras estériles de los críticos, que se burlaban de él, levantando pedazos de queso de cabra que tenían en la mano y mirando hacia una colina, más allá del ágora, donde siempre pastaban anímales, se reían y decían: “Este queso y aquellos anímales son exactamente lo que son y no tienen nada que ver con tu loca idea. Tal vez las columnas del templo tienen algunos átomos y esto no tiene ninguna importancia”.

Pero aquellos pensamientos perduraron, cambiando la Historia. De la oscuridad del pasado han sobrevivido conceptos válidos de nuestro idioma y otros sin valor, han sido olvidados.





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Para comprender algo del Universo existen dos palabras que nos dan una borrosa imagen de lo incomprensible: Eternidad e Infinito, y ambas expresan el límite del entendimiento humano. Solamente alguna clase locura nos lleva más allá de su místico significado. Me considero un visitante temporal en mi forma actual en este Universo, y otros viven en uno distinto, que es finito, doblado sobre sí mismo como una empanada celestial, y su nacimiento se debe al Big Bang. Pienso que en la eternidad no existe principio ni fin. Solamente un flujo continuo y errático de materia y energía bajo el dominio de la entropía universal.

El Big Bang es solamente un chispazo cíclico en alguna zona de la inmensidad del inconmensurable vacío.

Descartes dijo su famoso: ”Pienso luego existo”, y yo agrego tímidamente: “Existo y luego siento el paso del tiempo”. Así medimos nuestra vida con el reloj babilónico de la rotación imaginaria del sol, y cuando dejamos de existir el tiempo se desvanece.





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Quiero mencionar las primeras letras del coro místico cuando muere Fausto: “Todo lo efímero es sólo analogía”. Creo que Goethe consideró aquí dejar lo efímero a la sombra de lo místico.

Observo ahora, que algunos amigos se están quedando dormidos. Escucho voces femeninas decir adiós, y la parrilla se ha apagado.

Me hacen señas y sé que es hora de partir.

Santiago, Octubre de 2007.

viernes, 19 de octubre de 2007

UN LARGO MARTES DE ENERO
Por Alfredo Parada Ramírez

Camino rápido entre el gentío del Mall Estación. Por ser temporada de vacaciones abundan los bolsos, las maletas y todo lo que llevan los viajeros fuera de Santiago. Éstos se mezclan con los que vitrinean o simplemente van o vienen por los alrededores de la capital. ¡Qué ganas de irme unos días fuera de Santiago!... Pero no podrá ser. En mi mente aparecen mi casa, mi cama... Qué ganas de recostarme y olvidarme del mundo. Sigue pasando gente con bolsos. Pienso que no estaría nada mal pasar unos días en la playa con una morena veinteañera... ¿Será verdad lo que mi amigo Carlos me dice: “Cómo puedes ser tan degenerado pensando en mocosas”?


Miro a hora: 1925. Estoy cansado, pero está lo acordado telefónicamente con Sepúlveda durante el fin de semana. Habíamos quedado de juntarnos el lunes, pero no se encontraba con ánimo, “mejor el martes te espero, socio, piensa en lo que hablamos”. La conversación había girado sobre algunas ideas que él tenía respecto al trabajo a efectuar con El Tábano, ideas que me pidió extendiera y completara.


1945, veinte largos minutos tardé en llegar a Santa Rosa con Av. Matta, “¿Cómo será cuando comience el Transantiago?”, pienso mientras me acerco a destino, recordando una reciente conversación sostenida con Carlos al respecto, en la que concordamos que no se veía tan fácil el nuevo diseño de transporte urbano.



1955, estoy ante la puerta de su casa, ¿por qué será que al llegar acá lo primero que hago es mirar a hora y enseguida tocar el timbre? A través de la mampara espero ver aparecer la figura sonriente de mi amigo. Sin embargo, viene a abrir Armando Larenas, otro de los integrantes ―más Pedro Frez― del equipo editorial de El Tábano. “Carlos debe estar en el computador”, concluyo. Pero Armando me dice que está en su dormitorio, pues no se ha sentido bien; “pasa, mientras yo termino de acomodar algo en la cocina”. Me dirijo a su pieza. Lo encuentro en pijamas, sentado al borde de la cama. Al sentir mis pasos levanta la vista y sonríe con su amabilidad y cordialidad de siempre: “¡Hola, socio! Me estaba acordando de ti”. “Hola, viejo ―le digo―. Discúlpame, quería llegar más temprano, pero la locomoción y sus tacos...” Nos estrechamos las manos. “Lo importante es que llegaste”, responde, señalándome la silla junto al mueble de la máquina de coser y sobre el cual está el televisor, que en esos momentos emite un programa donde bailan niñas ligeras de ropa. “¡Tanta pelotudez junta!”, exclama Carlos contemplando la pantala. Me vuelve a mirar sonriendo. Sólo entonces percibo en él algo así como una gran amargura, o un apabullante cansancio.

La mente es rápida, instantánea. “¿Cómo te sientes, Carlos?”, pregunto mientras le observo detenidamente, tratando de comprender aquello que no me calza. “¡Cómo las h...!”, contesta levantando nuevamente la voz. Reitero mi pregunta. Ahora habla como para sí, mirando hacia la ventana, tal vez encontrándose ya lejos de allí: “¡Puta, socio! He vivido una situación muy desagradable, algo que nunca pensé fuese posible...”. Me hace confidencias que días después comprendería que serían la últimas, y que guardaré con celo de sacerdote, por respeto a nuestra amistad.

Sus palabras son lentas, arrastradas, difíciles. Aunque intento convencerme de que sólo se encuentra agotado, o herido en su amor propio, poco a poco voy asumiendo que no está bien. Lo ayudo a acomodarse en la cama, sus ojos están semicerrados. Súbitamente sus manos se aferran a las mías e intenta hablarme; pero sus palabras son sonidos apenas audibles. Hay demasiada pena y desolación en su mirada.


Consulto a Armando y éste me dice que Carlos se ha sentido mal durante todo el día; “pero por suerte mañana tiene hora en el consultorio”. Para mí es claro que no podemos esperar, por lo que intentamos llamar a alguien de su familia. Entre sus papeles aparece el teléfono de su hijo Raúl: nadie contesta. En la guía hallamos el número de su hermano Ramiro. Se compromete a venir a la brevedad.

El tiempo transcurre lento. 2020; contra el dato señalado por el reloj, se me ocurre que han pasado horas desde que llegué acá. Con Armando nos damos un argumento tras otro, intentando superar una realidad que implacablemente se nos va imponiendo.

Llega Ramiro. Se llama una ambulancia, la que no tarda en aparecer frente a la casa. A los paramédicos les basta una mirada para determinar su traslado inmediato. Ayudo a subir la camilla al vehículo.


2315, la espera en la Posta Central se hace larga. Observo que Ramiro está inquieto. En mi interior las ideas chocan con las palabras y éstas no me salen. Llega su hermana Soledad. Al rato, Ramiro y ella son autorizados para ingresar a ver al convaleciente.

Mienras aguardo, sin poder evitarlo, la imagen sonriente de Carlos y su fuerte apretón de mano vienen una y otra vez a mi memoria. También recuerdo un sueño reciente. Pienso en las ideas y proyectos pendientes, en nuestros últimos diálogos, en sus confidencias...

Vuelve Ramiro y me dice que su hermano ya está mejor, que lograron estabilizar su condición. “Por esta noche quedará en observación, el alta la darían muy probablemente al día siguiente... Lo ví mejor, incluso me pidió que le llevara su celular.” Siento alivio, y me alegro sinceramente por mi amigo, quiero creer que todo va bien.

Son las 2340 cuando nos retiramos de la Posta Central. Sin saberlo, esa había sido la última ocasión en que vería con vida a mi entrañable y querido amigo.


Lo que vino después es bien sabido: su estado de salud se agravó inesperadamente, falleciendo a los diez días, en la madrugada del sábado 10 de febrero. Sus funerales se efectuaron al día siguiente, y fueron sencillos, como sencilla fue su vida. En ellos, como único orador despedí al más cercano amigo que tuve durante los últimos 19 años, tiempo suficiente para conocer al individuo, al compañero de partido, de lucha social, al artesano, al poeta, al escritor...

Hoy, cuando la tristeza se ha vuelto más soportable, es oportuno recordar que Carlos también fue un gran intelectual, y sobre todo un formidable maestro, que generosamente compartía sus conocimientos y sabiduría con todos, siempre con cordialidad y notable sentido pedagógico. Tenía la virtud de impulsar a cada uno para que encontrase dentro de sí mismo una veta oculta, e intentase sacarla a la luz.

Carlos Raúl Sepúlveda Contreras fue de aquellas personas que no todos tienen la suerte de encontrar en el largo peregrinar de la vida. Su multifacética vida deja una importante y rica herencia, no en bienes materiales, sino en valores, principios, ideales y, especialmente, en consecuencia. También, por supuesto, en erudición y amabilidad. Una herencia, pienso, que no es para ser guardada entre murallas o cajones, que no es para unos pocos, sino para ser continuada y compartida con todos los que construyen sueños y esperanzas en días mejores.

Su imagen sonriente, amable y afectuosa es la que siempre continuará acompañándonos, a mí y a todos los que le conocimos, hasta el momento del reencuentro definitivo.

Santiago, 16 de octubre de 2007.-

miércoles, 17 de octubre de 2007

ALLA NUOVA LUNA (1958),
DE SALVATORE QUASIMODO

In principio Dios creò il cielo
e la terra, poi nel suo giorno
esatto mise i luminari in cielo
e al settino giorno si riposò.

Dopo miliardi di anni l’uomo,
fatto a sua immagine e somiglianza,
senza mai riposare, con la sua
intelligenza laica,
senza timore, nel cielo sereno
d’una notte d’ottobre,
mise altri luminari uguali
a quelli che giravano
dalla creazione del mondo. Amén


A la nueva Luna

En el principio Dios creó el cielo
y la tierra, luego en su día
preciso puso las luminarias en el cielo
y al séptimo día descansó.

Después de miles de años el hombre,
hecho a su imagen y semejanza,
sin reposar jamás, con su
inteligencia laica,
sin temor, en el cielo sereno
de una noche de octubre
puso otras luminarias iguales
a aquellas que giraban
desde la creación del mundo. Amén.
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Traducción de Héctor Miguel Ángeli
Fuente: “Obra completa”,
Buenos Aires, Editorial Sur, 1959.

Santiago, 15 de octubre de 2007.